Supongamos que alguien se nos acerca y nos preguntase ¿qué es la felicidad? Sin duda alguna vendría primero el asombro por la pregunta y posteriormente su necesaria reflexión.
Tal vez pudiésemos utilizar el método de descartar todo lo que no es la verdadera felicidad, a saber, los artículos superfluos, todo aquello que precisamente se nos vende como la neta de la felicidad, ¿qué digo?, como la felicidad misma. Ya que, “si no lo tienes serás verdaderamente desdichado”. Así, con la mano en la cintura, podemos descartar todo ese mundo de apariencias. Creemos que es innecesario apuntar todos los sólidos argumentos que existen para desechar ese mundo de falsas necesidades y promesas de supuesta belleza en envoltorio de plástico, por más “bonito” que este sea.
No obstante continuamos sin responder la pregunta inicial, ya que sólo suprimimos varios elementos que nos distraerían de nuestro objetivo. Por ende sino está la felicidad en ese mundo de las apariencias, debe de buscársele en otro plano, quizás sea necesario virar a nuestro interior. En esta parcial respuesta comulgan variadísimas doctrinas, pensadores y con un poco de sano juicio, hasta las religiones de todos los tiempos, cuando menos en su origen olvidándonos de las instituciones.
Así es, nos han dicho los sabios de todos los tiempos que la verdadera felicidad constituye en saber encontrar un núcleo interno de ciertos fundamentos o ideas que nos acercan a lo divino y sublime. Sí, efectivamente, el hombre definitivamente es capaz de elevarse con su imaginación creadora a capas más “etéreas”, de tratar de comprender los misterios de la vida y del universo, de enfrentarse con todo su ser a la batalla del conocimiento y en soledad llegar a la reflexión de esas eternas preguntas de todos los tiempos.
La felicidad deberá entonces de encontrarse en los resquicios de estas reflexiones, pero ¿son ellas mismas la felicidad en sí? Pensamos que no precisamente, podemos suponer o creer que ese “ejercicio” de disertaciones y reflexiones son por sí mismas la felicidad, sin embargo por el hecho de encontrarse en nuestro interior sus constantes laberintos, trampas, subidas y bajadas nos enfrentan a tormentos y largos sufrimientos. Están hasta cierto punto supeditadas por nuestras propias limitaciones, pero sólo hasta cierto punto.
Es entonces cuando ocurre el momento de “salirse de sí mismo”, cuando nos percatamos que existe la contemplación y verdadera meditación (que no necesariamente significa cruzar las piernas, poner las manos con algún mudra y no hacer aparentemente “nada”), es un encuentro dinámico de la mente con algo que está por “sobre nuestras cabezas”. Es darse cuenta que mi sí mismo es sólo aparente y que en realidad en ese momento de contemplación logramos una fusión con el Sí mismo que no contiene divisiones ni apariencias, por ende no me “salgo” de ningún espacio ni tampoco está por encima de mi cabeza ya que, si hemos llegado a la contemplación, veremos que lo “único” que se puede contemplar es el Sí mismo que esta en todo y que por ende “uno” forma parte de ese Todo: mi “sí mismo” se funde en el Sí mismo y en ese momento deja de existir un “yo” o un “tú”, ni siquiera un “nosotros” es real.
Esa es la verdadera felicidad que no está atada a contingencias de ninguna especie, ni a cuestiones de si tenemos o no tenemos, si somos o no somos. El punto no está entre ser o no ser, sino saber que los dos están fundidos y que somos Eso.
Es el haberse hallado en esa verdadera realidad, aunque sea por un instante, lo que nos otorga la felicidad total y por ende el anhelo que nunca muere, de querer fundirse en ella. Es entonces cuando uno se vuelve en un filósofo –sin título– y desconocido ante los profanos pero efectivamente amigo y conocido de la Sabiduría a le que le llamamos constantemente Beatriz o Sofía o las Musas. Que importa el nombre, son todos precisamente “parte” de ese Todo, y que es sólo una ilusión, aunque necesariamente a veces, debemos de verle o ubicarle como numeraciones, santos, númenes, ángeles y arcángeles, entre otros.
La verdadera felicidad existe sin embargo es cada vez más arduo, en estos sombríos tiempos, llegar a ella, ya que primero debemos quitarnos de encima todas las trampas que ofrece el mundo actual. Hoy como ayer ser filósofos exige un bello sacrificio y que implica ser revolucionarios en el amplio sentido de la palabra. Sí, revolucionarios, pues forzosamente no podemos estar de acuerdo con este mundo absurdo de las apariencias y de las falsas “felicidades”. Salir de la caverna implica valor, coraje y arrojo.
Por eso, como dice Aristóteles (y en eso estamos de acuerdo), la felicidad se basta a sí misma, no requiere de otra cosa: “el más deleitoso de los actos conforme la virtud es el ejercicio de la sabiduría.” (Ética Nicomaquea, libro X, “De la Felicidad”).
Y entonces deberemos también de ser prudentes y pacientes, saber por un lado que no es posible o tan fácil el responder a cualquiera la pregunta con la que iniciamos este escrito. Se requiere ser pacientes pues los encuentros con la contemplación son gracias a un gran trabajo y entrega, pero una vez han sucedido aguardarán nuestro próximo arribo y entonces volveremos a encontrarla hasta que uno sea el familiar del Cosmos.