los ídolos del "progreso"

Frater Faber Dardănǐus

(A partir de la lectura de Fazio, M. y Gamarra, D. (2002). Historia de la filosofía. Madrid: Palabra. Tomo III: Filosofía moderna; La filosofía del Renacimiento, pp. 105-157).


Acaso pueda ser que, desde hace mucho tiempo ya, las desviadas premisas mantengan divagando a los hombres por las tangentes del pensamiento; pensemos tan sólo qué hubiese ocurrido si Leibniz en sus estudios distinguiera la diferencia entre indefinido e infinito. Si los escolásticos hubiesen encontrado otro concepto más preciso para definir lo cosmogónico o si Aristóteles hubiese logrado poner sobre sentado que metafísica no era (y no es) el estudio exclusivo de lo manifestado, por más que ese “universo” sea maravilloso y múltiple.

Es claro que todo lo anterior es pura especulación y que el hubiera es el peor de los verbos conjugados pues es una verdadera falacia, una ilusión que por momentos parece que nos pueda dar algo de consuelo pero tan pronto enfrenta uno la realidad se topa con el crudo momento histórico que vivimos.

Entre “infinitos” y entes similares es el vaivén de la filosofía moderna. Así como Francis Bacon establece o distingue varios prejuicios y denominados por él muy acertadamente como ídolos, agregaremos unos cuantos más que bien podemos tenerlos presentes al intentar el filosofar este siglo XXI.

Tenemos entonces prejuicios al momento de establecer una forma determinada de abordar la vida o bien cuando dilucidamos los grandes cuestionamientos filosóficos.

Damos algunas cosas por hecho, es innegable que a todos de vez en ves nos pueda aparecer ese oído sordo (ídolos de la tribu) donde sólo aprobamos o desaprobamos ciertas opiniones sin utilizar un claro discernimiento. ¿Es posible que la idea de un método y ciertas premisas de la ilustración, del positivismo o de los modernos nos estén bloqueando los sentidos y que hayan creados tan sólidos ídolos que aparecen como implacables “dioses”? ¿Qué sea su poder tan cautivante que ya ni siquiera lo cuestionemos, dando efectivamente ciertas premisas del pensamiento racional por hecho?

Que nuestros “ídolos de la caverna” sean hoy día, ya ni siquiera una admiración por los antiguos (bueno fuera), sino que esas “telarañas en la cabeza”, sean producto de tanta chatura y corto panorama de reflexión cultivado por el deseo de tener y provocado, en gran medida, por el exacerbado y absurdo consumismo contemporáneo.

O esos ídolos del foro amantes del lenguaje vulgar que sólo se califican o descalifican entre unos y otros por la semántica y la confusión de sus líneas. Un ejercicio completamente estéril y de eruditos que los llevará finalmente a un foro vacío, a la nada, si es que esto existe. Y ni que decir de la retórica sin sentido utilizada por los políticos, esa clase en decadencia y franca desaparición (cuando menos en la forma actual que la conocemos no dudamos de sus cualidades camaleónicas).

Los ídolos del teatro que podríamos identificar con los que controlan los medios de comunicación y producción de sueños. Es decir, las supersticiones actuales no debemos de buscarlas tanto en escuelas de pensamientos (que sí, por supuesto que las tienen) sino más bien en los aparadores del hombre robot que nace, se reproduce, consume y muere.

Bacon tenia razón, “el intelecto humano es un espejo encantado, lleno de supersticiones y de espectros” (Fazio, M. y Gamarra, D. p. 153) sólo que sus mas tristes pesadillas no hubiesen alcanzado a ver nuestra terrible realidad. Otro ídolo más por cierto, quizás el más terrible de todos, es la ilusión del progreso, la humanidad en general se mueve al ritmo de su varita y el espectáculo que dan países como China y la India son palpables ejemplos de lo que Guénon venia presagiando desde tiempo atrás. Occidente ha inundado el mundo de sueños chatarra.

Bibliografía

    • Bacon, Francis. (1998). La Nueva Atlántida. México: Porrúa.
    • Bacon, Francis. (1999). Novum Organum. México: Porrúa.
    • Fazio, M. y Gamarra, D. (2002). Historia de la filosofía. Madrid: Palabra. Tomo III: Filosofía moderna; La filosofía del Renacimiento, pp. 105-157.
     

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